lunes, 16 de junio de 2025

La ficción científica


  La ficción científica, o ciencia ficción, es un género literario y cinematográfico que se basa en ideas relacionadas con la ciencia y la tecnología, muchas veces explorando cómo podrían afectar a la sociedad, a los seres humanos o al universo en el futuro. Es una forma de imaginar mundos, avances tecnológicos y situaciones que aún no existen, pero que podrían llegar a ser posibles.

 Los escritores que generalmente se consideran precursores de la ficción científica son autores como Julio Verne y H.G. Wells. Julio Verne, con sus aventuras llenas de tecnología y exploración, como "Viaje al centro de la Tierra" y "De la Tierra a la Luna", sentó muchas bases para el género. H.G. Wells, por su parte, con obras como "La máquina del tiempo" y "La guerra de los mundos", introdujo conceptos innovadores y reflexiones sobre la ciencia y la sociedad. Ambos son fundamentales para entender el origen y desarrollo de la ficción científica. 

 Tiene sus raíces en la imaginación y en la curiosidad humana por entender el universo y lo que podría ser posible en el futuro. Sus orígenes se remontan a las historias y relatos que exploraban conceptos científicos, tecnológicos y filosóficos, muchas veces combinados con elementos fantásticos. Autores como Mary Shelley, con su novela "Frankenstein" (publicada en 1818), son considerados pioneros, ya que exploraron temas de la ciencia y la creación. A lo largo del tiempo, la ciencia ficción se fue consolidando como un género literario, influenciado por avances científicos y tecnológicos, y por la fascinación del ser humano por lo desconocido y lo futurista. En resumen, su origen está en la combinación de la imaginación, la ciencia y el deseo de explorar lo posible y lo desconocido.

Características:

  1. Futuro y tecnología avanzada: Suele situarse en un tiempo futuro o en mundos alternativos, donde la tecnología y la ciencia han avanzado mucho más que en nuestro presente.

  2. Exploración de conceptos científicos: Incluye ideas relacionadas con la física, la biología, la astronomía, la inteligencia artificial, entre otros, muchas veces imaginando cómo serían esas ciencias en el futuro.

  3. Mundos imaginarios: Crea universos diferentes al nuestro, con planetas, especies, sociedades y tecnologías que no existen en la realidad actual.

  4. Temas sociales y éticos: A menudo aborda cuestiones sobre el impacto de la tecnología en la sociedad, la ética científica, la inteligencia artificial, la vida en otros planetas, etc.

  5. Innovación y creatividad: La ficción científica se caracteriza por su imaginación y creatividad para inventar escenarios y tecnologías que desafían lo posible.


Ray Bradbury

Ray Bradbury fue un famoso escritor estadounidense, nacido el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, Illinois. Es conocido principalmente por sus obras de ciencia ficción, fantasía y horror, siendo su libro más famoso "Fahrenheit 451", publicado en 1953, que trata sobre una sociedad donde los libros están prohibidos y quemados para controlar a la población.

Desde joven, Bradbury mostró un gran interés por la lectura y la escritura, y en los años 40 comenzó a publicar cuentos en revistas. Su estilo único y su imaginación desbordante lo convirtieron en uno de los autores más influyentes del siglo XX. Además de "Fahrenheit 451", escribió otras obras destacadas como "Crónicas marcianas" y "El hombre ilustrado".

A lo largo de su vida, Bradbury recibió numerosos premios y reconocimientos por su contribución a la literatura. Falleció el 5 de junio de 2012, dejando un legado duradero que sigue inspirando a lectores y escritores en todo el mundo.

 La obra de Ray Bradbury se caracteriza por su estilo imaginativo y poético, con un enfoque en temas como la tecnología, la sociedad y la condición humana. Sus historias suelen tener un tono reflexivo y a veces un toque de nostalgia, explorando las consecuencias de los avances tecnológicos y la pérdida de la inocencia. Además, Bradbury es conocido por su uso del lenguaje evocador y su capacidad para crear mundos fantásticos que invitan a la reflexión.

"El hombre ilustrado" de Ray Bradbury.

 Este libro es una colección de relatos cortos que exploran temas como la tecnología, la humanidad, la imaginación y el futuro. Una de sus características principales es que cada historia tiene un toque de fantasía y reflexión, invitando al lector a pensar sobre la condición humana y el impacto de la tecnología en nuestras vidas. Además, el libro combina elementos de ciencia ficción y fantasía, con un estilo narrativo muy evocador y poético. Es una obra que invita a la reflexión y a la imaginación.

 La estructura del libro está compuesta por una colección de relatos cortos . Estos relatos están unidos por la historia principal de un hombre que tiene en su cuerpo tatuajes que cobran vida y cuentan historias, sirviendo como un hilo conductor a lo largo del libro. La estructura combina la narrativa continua con las historias independientes, creando una experiencia de lectura que invita a reflexionar sobre diferentes aspectos de la condición humana y el avance tecnológico. 

viernes, 23 de mayo de 2025

Simbolismo y "Las flores del mal" de Charles Baudelaire

 SIMBOLISMO

   
    El simbolismo fue un movimiento literario que se desarrolló fundamentalmente en París, en las dos últimas décadas del siglo XIX, y congregó a importantes artistas de distintos países europeos. Para algunos autores es sólo un post romanticismo, pero son bastante diferentes. El simbolismo incorpora elementos modernistas y decadentistas para construir su estética, y plantea una postura contraria a los nacionalismos literarios. Habrá de mostrar a los poetas de fin de siglo y de principios del siglo XX un universo sobrenatural, de misterio, desconocido para los profanos, que sólo lo pueden vislumbrar a través de los poetas “videntes”. El principal representante de esta corriente, el poeta Stephen Mallarmé, dirá en 1862: “toda cosa sagrada que quiere mantenerse se envuelve en el misterio”. El simbolista no busca expresar la realidad, sino trascenderla. El mundo real es símbolo de otra cosa que está más allá de lo sensible. Se aplica el idealismo filosófico a la literatura: cada cosa es un símbolo, manifestación de algo oculto. Los objetos están vinculados, a pesar de sus múltiples apariencias, por ecos, analogías, correspondencias. El poeta es quien debe relacionar esos dos mundos: el sensible y el trascendente. Como antecedente del Simbolismo, en el poema “Correspondencias” de Baudelaire se plantea la unidad de la creación, la correspondencia entre el mundo espiritual y el material por medio de símbolos que conforman una analogía universal.
    Los simbolistas tienen una gran preocupación por el lenguaje, y su influencia será decisiva en el siglo XX, aun entre aquellos que reaccionaron contra ellos. Formalmente, la suya es una poesía que explorará la sonoridad del verso, pues “la poesía es música ante todo”. Por ello la palabra habrá de tener un valor mágico, pues a través de ella se aprehende la realidad y se la devela. El Simbolismo significó una revolución en la versificación, que habría de culminar en el verso libre.


    Baudelaire se encuentra entre los precursores del Simbolismo, aquellos que de alguna manera posibilitaron su surgimiento, aunque sin integrarlo. Son similares su uso del símbolo poético, la sugestión musical de sus versos y su sentido del misterio, que plantea al poema como un enigma cuya llave debe encontrar el lector.
    Otras características simbolistas son la búsqueda de la melodía, la renovación del vocabulario, la liberación de las palabras de la lógica prosaica. El poeta debe hablar del efecto y no de la cosa en sí: “el verso no debe componerse de palabras, sino de intenciones, y todas las palabras se borrarán ante la sensación”. “Nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del placer del poema, que consiste en la felicidad de volverse tal poco a poco; sugerir, he ahí el sueño”. Se busca proceder por analogías, lo que está ligado a la búsqueda de correspondencias ya mencionada. El poeta recibe infinidad de palabras y de imágenes que le dictan espontáneamente su imaginación o el mundo exterior. Hay que combinarlas entre sí y hacerles surgir sus analogías.
    Algunos simbolistas fueron vistos como los “poetas malditos”, por su humor frío y cruel, su uso del terror como recurso literario y su gusto por lo fantástico, lo esotérico, lo metafísico. La poesía sería como un puente al conocimiento metafísico.
     Los principales poetas simbolistas fueron Mallarmé, Paul Verlaine y Arthur Rimbaud.


        “LAS FLORES DEL MAL”

   Baudelaire no pertenece en particular a una sola de las corrientes antes desarrolladas: él se anticipa a su tiempo, a la vez pertenece a él y lo supera, y resulta por esencia indefinible, imposible de encasillar en una corriente o movimiento determinado. Su poesía es la base para la poesía de todo el siglo XX, y por ello estudiaremos algunos aspectos de su obra más importante.
    Publicada en 1857, esta obra tuvo como antecedente la publicación en 1851 de once poemas del autor en un periódico, bajo el título “Los limbos”, que sería el primitivo nombre de “Las flores del mal”. Con este último título se publicaría en 1855 un conjunto de dieciocho poemas, en una revista.
     La obra está dedicada a Gautier, y de inmediato suscitó el escándalo por su temática, a tal punto que la justicia inculpó a Baudelaire de atentado a la moral pública y la edición fue requisada. En 1861 aparece la segunda edición, con 35 poemas nuevos y la estructura definitiva que a partir de ahí conservará. Baudelaire al principio concibió a la obra dividida en tres partes que sumaran cien poemas, en evidente relación con la “Divina comedia”, pero luego modificó esto, si bien insiste en que se trata de un todo orgánico, no la simple suma de sus partes. No son los suyos poemas para la mayoría de los lectores, ni alcanzaron gran difusión hasta el siglo XX. Su temática es en general ciudadana, es una poesía de corte filosófico, muchas veces hermética en sus contenidos.
    Este libro está estructurado de modo tal que cada composición vale por sí misma, pero además por su relación con el conjunto. Según Banville: “Desde el punto de vista del arte y de la sensación estética, perderían mucho al no ser leídos en el orden que el poeta, que sabe lo que hace, los ha colocado”.
   La obra está dividida en seis secciones:

1)      SPLEEN E IDEAL: es la más extensa y expresa la condición humana de Baudelaire. El poeta, a través del amor y del tedio, llega a la conciencia en el mal.

2)      CUADROS PARISINOS: el poeta contempla la ciudad y sus habitantes, deja de ser el hurgador de sí mismo para adoptar la condición de testigo de las calles de París, descubre en el exterior el reflejo del problema esencial de la condición humana: el mal.

3)      EL VINO: es un intento de huída a los paraísos artificiales que no puede conducir sino al fracaso.

4)      LAS FLORES DEL MAL son doce poemas, que se constituyen en los apóstoles del mal.

5)      REBELIÓN: después de haber optado por el mal, el poeta ha optado por el jefe del mal: el Diablo.

6)      LA MUERTE: Muerte de los protagonistas y comienzo del gran viaje más allá de la vida, hacia lo nuevo.  
  
 Apuntes del prólogo de “Las flores del mal” ,Edmundo Gómez Mango, Ediciones Banda Oriental y  Manual 19: “Baudelaire”, Rogelio Mirza, Editorial Técnica.

"El albatros" Charles Baudelaire

                                             El albatros

A menudo, para divertirse, los marineros

capturan albatros, vastos pájaros marinos,

que siguen, indolentes compañeros de viaje,

al navío deslizándose sobre amargos abismos.


Apenas los han depositado en la cubierta,

estos reyes del azul, torpes y vergonzosos,

dejan, como remos, sus grandes alas blancas,

arrastrar lastimosamente a su lado.


Ese viajero alado qué desmañado y débil es!

Qué cómico y feo, él antes tan hermoso!

Uno irrita su pico con una corta pipa,

otro remeda, cojeando al inválido que volaba!


El poeta se asemeja al príncipe de las nubes

que frecuenta la tormenta y se burla del arquero;

exiliado en la tierra en medio de abucheos,

sus alas de gigante le impiden caminar.







viernes, 25 de abril de 2025

"El gato negro" Edgar Allan Poe

 Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que insólitos. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos. La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando les daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui hombre hice de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural. Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato. Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo. Plutón —se llamaba así el gato— era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me fuera siguiendo por las calles. Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento —me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente, no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente, se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter. Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo… Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad. Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo el recuerdo de mi acción. Curó entretanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho. No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre… ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley? Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios. En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: «¡Fuego!». Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado y me entregué desde entonces a la desesperación. No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: «extraño», «singular», y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda. Apenas hube visto esta aparición —porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía. Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle. Me hallaba sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca, aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho. Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era, pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces. Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llegó a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer. Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia. Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros. Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, se acurrucaba bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal. Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal se habían acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos. En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía! Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio; una bestia bruta engendraba en mí, en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, me dejaba el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro, y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón. Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos se convirtieron en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca. ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La más paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciegamente me abandoné desde entonces. Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar de cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido. Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambié la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el más factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas. La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre, y no hacía mucho tiempo habían sido cubiertos en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad. Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso. No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder restablecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me procuré una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique. Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: «Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso». Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que había sido el causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche no se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma. Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca. Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Se incoó una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura. Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación. Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me alteré lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta, crucé los brazos sobre el pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo, a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia. —Señores —dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción haber desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa muy bien construida —apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros… ¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez. Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón. ¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas se hubo hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y entrecortada como el sollozo de un niño. Después, enseguida, se hinchó en un grito prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación. Sería una locura expresaros mis pensamientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante se detuvieron en los escalones los agentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circunstantes. Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.


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miércoles, 9 de abril de 2025

El romanticismo

 

Romanticismo


Andrea Imaginario
Andrea Imaginario
Especialista en artes, literatura e historia cultural

El romanticismo es un movimiento artístico y literario que surgió entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en Alemania e Inglaterra. Desde allí se extendió a toda Europa y América. El movimiento romántico está basado en la expresión de la subjetividad y la libertad creadora en oposición al academicismo y el racionalismo del arte neoclásico.

Tiene su origen en la influencia del movimiento germánico Sturm und Drang (que significa ‘tormenta e ímpetu’), desarrollado entre 1767 y 1785, el cual reaccionaba contra el racionalismo ilustrado. Impulsado por el Sturm und Drang, el romanticismo rechazó la rigidez académica del neoclasicismo que, para entonces, había ganado la reputación de frío y servil al poder político.

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Caspar David Friedrich: El caminante sobre el mar de nubes. 1818. Óleo sobre lienzo. 74,8 cm × 94,8 cm. Kunsthalle de Hamburgo.

La importancia del romanticismo radica en haber promovido la idea del arte como un medio de expresión individual. Dice el especialista E. Gombrich que durante el romanticismo: «Por primera vez, acaso, llegó a ser verdad que el arte era un perfecto medio para expresar el sentir individual; siempre, naturalmente, que el artista poseyera ese sentir individual al que dar expresión».

En consecuencia, el romanticismo fue un movimiento diverso. Había artistas revolucionarios y reaccionarios. Otros eran evasivos de la realidad, otros promotores de los valores burgueses y otros antiburgueses. ¿Cuál sería el rasgo común? Según el historiador Eric Hobsbawm, el combate del término medio. Para comprender esto mejor, conozcamos las características del romanticismo, sus expresiones, representantes y contexto histórico.

Características del romanticismo

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Théodore Géricault: La balsa de la Medusa. 1819. Óleo sobre lienzo. 4,91 m x 7,16 m. Museo del Louvre, París.

Identifiquemos algunos rasgos comunes en términos de valores, concepción, propósito, temas y fuentes de inspiración del romanticismo.

Subjetividad vs. objetividad. Se exaltaba la subjetividad, los sentimientos y los estados de ánimo sobre la objetividad y el racionalismo del arte neoclásico. Se enfocaron en los sentimientos intensos y místicos, como miedo, pasión, locura y soledad.

Imaginación vs. inteligencia. Para los románticos, el ejercicio de la imaginación era equiparable al pensamiento filosófico. Por ende, revalorizaron el papel de la imaginación en el arte en cualquiera de las disciplinas artísticas.

Lo sublime vs. belleza clásica. Se opone la noción de lo sublime frente a la belleza clásica. Los sublime se entendía como la percepción de la grandeza absoluta de lo contemplado, que no solo place, sino que conmueve y turba al no corresponder a expectativas racionales.

Individualismo. El romántico procura la expresión del yo, el reconocimiento de la identidad individual, de la singularidad y la distinción personal. En la música, por ejemplo, esto se expresó como un desafío al público en la improvisación artística.

Nacionalismo. El nacionalismo fue la expresión colectiva de la búsqueda de la identidad del individuo. En una época de cambios vertiginosos, era importante mantener el vínculo con el origen, la herencia y la pertenencia. De allí el interés por el folclore.

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Eugene Delacroix: La libertad guiando el pueblo. 1830. Óleo sobre lienzo. 260 × 325 cm. Museo del Louvre, Paris.

Liberación de las reglas academicistas. Se propone la liberación de las rígidas reglas del arte academicista, particularmente del neoclasicismo. Subordinan la técnica a la expresión individual y no al contrario.

Redescubrimiento de la naturaleza. El romanticismo convirtió al paisaje en una metáfora del mundo interior y una fuente de inspiración. Por ende, se prefirieron los aspectos más salvajes y misteriosos del paisaje.

Carácter visionario u onírico. El arte romántico trae a la luz el interés por los asuntos oníricos y visionarios: sueños, pesadillas, fantasías y fantasmagorías, donde la imaginación se libera de la racionalidad.

Nostalgia por el pasado. Los románticos sienten que con la modernización se han perdido la unidad entre el hombre y la naturaleza, e idealizan el pasado. Tienen tres fuentes: la edad media; lo primitivo, exótico y popular y la revolución.

Idea de genio atormentado e incomprendido. El genio del romanticismo es un incomprendido y atormentado. Se le distingue del genio renacentista por su imaginación y originalidad y, también, por la narrativa de una vida atormentada.

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Francisco de Goya y Lucientes: El sueño de la razón produce monstruos. c. 1799. Aguafuerte y aguatinta sobre papel verjurado ahuesado. 213 x 151 mm (huella) / 306 x 201 mm. Nota: Goya fue un artista de transición entre el neoclasicismo y el romanticismo.

Temas del romanticismo. Abarcan un registro tan diverso como el tratamiento de:

  • Edad Media. Hubo dos caminos: 1) evocación del arte sacro medieval, especialmente el gótico, expresión de fe e identidad. 2) Lo maravilloso medieval: monstruos, criaturas míticas, leyendas y mitologías (como la nórdica).
  • Folclore: tradiciones y costumbres; leyendas; mitologías nacionales
  • Exotismo: orientalismo y culturas “primitivas” (culturas indígenas americanas).
  • Revolución y nacionalismo: historia nacional; valores revolucionarios y héroes caídos.
  • Temas oníricos: sueños, pesadillas, criaturas fantásticas, etc.
  • Inquietudes existenciales y sentimientos: melancolía, melodrama, amor, pasiones, muerte.

Literatura del romanticismo

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Thomas Phillips: Retrato de Lord Byron en traje albanés, 1813, óleo sobre lienzo, 127 x 102 cm, Embajada británica, Atenas

La literatura, al igual que la música, se percibía como un arte de interés público al colindar con los valores del creciente nacionalismo. Por ello, defendía la supremacía cultural de la lengua vernácula a través de la literatura nacional. Asimismo, los escritores incorporaron la herencia popular a los temas y estilos de la literatura, en desafío a la cultura aristocrática y cosmopolita.

Un rasgo distintivo del movimiento literario romántico fue la parición y desarrollo de la ironía romántica que atravesó todos los géneros literarios. También hubo mayor presencia del espíritu femenino.

En poesía, se valoró la lírica popular y se desecharon las reglas poéticas neoclásicas. En la prosa, aparecieron géneros como el artículo de costumbres, la novela histórica y la novela gótica. Fue también un período extraordinario para el desarrollo de la novela por entregas (novela de folletín).