martes, 29 de octubre de 2024

La revolución mexicana

 

  • La Revolución Mexicana fue un conflicto armado que tuvo lugar en México entre 1910 y 1920.
  • Fue una revolución social y política que tuvo como objetivo transformar la sociedad mexicana de finales del siglo XIX, caracterizada por la inequidad social y la opresión política.
  • El conflicto armado se inició el 20 de noviembre de 1910, con el levantamiento del general Francisco I. Madero en la Ciudad de México contra el gobierno de Porfirio Díaz, y culminó el 21 de mayo de 1920, con la toma de la Ciudad de México por el general Álvaro Obregón.
  • Durante la Revolución Mexicana se sucedieron diversos episodios de violencia y guerrillas en todo el territorio nacional, que tuvieron como protagonistas a numerosos caudillos regionales y a los ejércitos federales y constitucionalistas.
  • La Revolución Mexicana fue causada por una combinación de factores políticos, sociales y económicos. Los factores políticos incluyeron el régimen represivo de Porfirio Díaz, la falta de democracia en México y el creciente descontento del pueblo mexicano.

    Los factores sociales incluyeron las malas condiciones de los campesinos y trabajadores, los altos niveles de desigualdad y el abuso de la población indígena.

  • Los factores económicos incluyeron la dependencia del país de la inversión extranjera, la falta de industrialización y la falta de oportunidades económicas.

  • La Revolución Mexicana fue liderada por una serie de figuras importantes, como Francisco Madero, Emiliano Zapata, Pancho Villa y Venustiano Carranza.

    Madero fue el principal instigador de la Revolución, Zapata dirigió el levantamiento campesino en el sur, Villa dirigió la guerra de guerrillas en el norte y Carranza fue el primer presidente del gobierno mexicano posrevolucionario.

  • La Revolución Mexicana resultó en el derrocamiento del régimen de Díaz, el establecimiento de un nuevo gobierno y el surgimiento de México como una nación moderna. La Revolución también tuvo una serie de importantes consecuencias sociales y económicas, incluida la redistribución de la tierra, la institución de reformas como la jornada laboral de 8 horas y el surgimiento de la clase trabajadora.



  • "No oyes ladrar los perros" Juan Rulfo

     —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de

    algo o si ves alguna luz en alguna parte.

    —No se ve nada.

    —Ya debemos estar cerca.

    —Sí, pero no se oye nada.

    —Mira bien.

    —No se ve nada.

    —Pobre de ti, Ignacio.

    La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de

    arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según

    avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

    La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

    —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas

    las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate

    que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué

    horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

    —Sí, pero no veo rastro de nada.

    —Me estoy cansando.

    —Bájame.

    El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se

    recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban

    las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido

    levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían

    ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

    — ¿Cómo te sientes?

    —Mal.

    Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos

    parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el

    temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban

    en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía

    trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una

    sonaja.

    Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando

    acababa aquello le preguntaba:

    — ¿Te duele mucho?

    —Algo —contestaba él.

    Primero le había dicho: «Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú

    solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.» Se lo

    había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.

    Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada

    que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra

    sobre la tierra.

    —No veo ya por dónde voy —decía él.

    Pero nadie le contestaba.

    El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara

    descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

    —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba

    callado.

    Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se

    enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

    —Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro

    estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye

    ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme

    que ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

    —Bájame, padre.

    —¿Te sientes mal?

    —Sí.

    —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te

    cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído

    cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben

    contigo quienes sean.

    Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a

    enderezarse.

    —Te llevaré a Tonaya.

    —Bájame.

    Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

    —Quiero acostarme un rato.

    —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

    La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del

    viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar

    de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las

    manos de su hijo.

    —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta

    madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría

    si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera

    recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la

    que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo

    más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

    Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y

    sobre el sudor seco, volvía a sudar.

    —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le

    alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto

    se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa.

    Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal

    de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre

    que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He

    dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!» Lo dije

    desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo

    del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi

    compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su

    nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted.

    Desde entonces dije: «Ése no puede ser mi hijo.»

    —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo

    desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

    —No veo nada.

    —Peor para ti, Ignacio.

    —Tengo sed.

    —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es

    muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos

    debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

    —Dame agua.

    —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque

    la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra

    vez y yo solo no puedo.

    —Tengo mucha sed y mucho sueño.

    —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con

    hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua,

    porqué ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras

    muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella

    rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería

    que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén.

    No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la

    hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

    Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de

    apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un

    lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como

    si sollozara.

    Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

    — ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre,

    ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal.

    Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de

    maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los

    mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran

    podido decir: «No tenemos a quién darle nuestra lástima.» ¿Pero usted,

    Ignacio?

    Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna.

    Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las

    corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaban,

    se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo

    hubieran descoyuntado.

    Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido

    sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes

    ladraban los perros.

    — ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera

    con esta esperanza.

    Juan Rulfo, El llano en llamas, 1953