viernes, 8 de marzo de 2024

Cándido, Voltaire capítulo 2


CAPÍTULO
I

Cándido y los búlgaros.


Tras ser arrojado del paraíso terrenal, Cándido anduvo mucho tiempo sin saber
adónde ir, llorando y alzando los ojos al cielo, volviéndolos a menudo hacia el más
hermoso de los castillos, que albergaba a la más hermosa de las baronesitas; por fin,
se durmió sin cenar en un surco en medio del campo; nevaba copiosamente. Al día
siguiente, temblando de frío, llegó a rastras hasta la ciudad vecina, que se llamaba
Valdberghofftrarbk-dikdorff, sin dinero, muerto de hambre y de cansancio. Se paró
con tristeza ante la puerta de una taberna. Dos hombres vestidos con uniforme azul
repararon en él:

-Camarada-dijo uno de ellos-, he aquí un joven bien parecido y con la estatura
apropiada.

Se aproximaron a Cándido y le invitaron a cenar muy educadamente.

-Señores -les contestó Cándido con humildad aunque amablemente-, es un honor
para mí, pero no puedo pagar mi parte.

Ah, señor-respondió uno de los de azul-, las personas que tienen su aspecto y sus
virtudes nunca pagan nada: ¿no mide usted cinco pies con cinco pulgadas de altura?

-Sí, señores, ésa es mi estatura -contestó con una inclinación

-Ah, señor, sentaos a la mesa; no solamente le vamos a invitar, sino que no vamos

a consentir que a un hombre como usted le falte dinero; todos los hombres deben
ayudarse entre sí.

-Tenéis razón -dijo Cándido-; eso es lo que siempre afirmaba el señor Pangloss, y
ya veo que todo es perfecto.

Le suplican que acepte unas monedas, las coge y quiere extenderles un recibo a
cambio; ellos no lo aceptan en absoluto y se sientan a comer.

-¿No siente usted afecto por...?

-¡Oh!, sí -contesta-, estoy muy enamorado de la señorita Cunegunda.

-No, no es eso -dice uno de aquellos señores-, queremos decir si no siente un
particular afecto por el rey de los búlgaros.

-En absoluto -dice-, no lo conozco.

-¡Cómo! Es el rey más encantador, y hay que brindar por él.

-¡Eso con mucho gusto, caballeros!

-Y bebe.

-Con esto basta -le dicen a continuación

ahora ahora es usted el apoyo, el protector, el defensor, el héroe de los búlgaros; su
suerte está echada, y su gloria asegurada.

Rápidamente le colocan grilletes en los pies y se lo llevan al regimiento. Allí le
hacen girar a la derecha, a la izquierda, sacar la baqueta, envainarla, apuntar con la
rodilla en tierra, disparar, ir a paso doble, y le dan treinta bastonazos; al día siguiente,
hace la instrucción un poco mejor, y tan sólo recibe veinte palos; al otro día no le dan
más que diez y sus compañeros le consideran un portento.

Cándido, sorprendido, no entendía muy bien por qué era un héroe. Un espléndido
día de primavera le apeteció ir a pasear y fue caminando todo derecho, creyendo que
el uso de las piernas al antojo de cada uno era un privilegio tanto de la especie
humana como de la animal. No habría andado ni dos leguas cuando otros cuatro
héroes de seis pies le alcanzan, lo apresan y lo arrestan. Se le preguntó
reglamentariamente si prefería ser azotado treinta y seis veces por todo el regimiento
o recibir doce balas de plomo en la cabeza. Por más que alegara que las voluntades
son libres, y que no quería ni una cosa ni otra, tuvo que elegir: en nombre de ese don
de Dios llamado "libertad", se decidió por pasar treinta y seis veces por los palos; y
pasó dos veces. Como el regimiento lo componían dos mil hombres, en total sumaban
cuatro mil baquetazos que, desde la nuca hasta el trasero, le dejaron completamente desollado.
Cuando iban a empezar la tercera carrera, Cándido, como no podía ya más, les suplicó
que tuvieran la bondad de romperle la cabeza y accedieron a ello. Le vendaron los
ojos; le hincaron de rodillas. En ese mismo momento acierta a pasar el rey de los
búlgaros, que se informa del delito del doliente y, como aquel rey era muy inteligente,
comprendió, por todo lo que dijeron de Cándido, que era un joven metafísico que
ignoraba las cosas de este mundo, y le otorgó su perdón con una clemencia que será
alabada por todos los periódicos y por todos los siglos. Un buen cirujano curó a
Cándido en tres semanas con los calmantes prescritos por Discórido. Ya le había
crecido un poco de piel, y podía caminar, cuando el rey de los búlgaros emprendió
batalla contra el rey de los ábaros.

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