viernes, 8 de marzo de 2024

Cándido, Voltaire. Capítulo 18: El dorado.

 
CAPÍTULO XVIII
El país de Eldorado.

Cacambo explicó al dueño de la fonda la curiosidad que sentían y él le contestó:

-Yo soy un hombre muy ignorante y me acepto como soy; pero vive aquí un
anciano, retirado de la corte, que es el hombre más sabio del reino y muy parlanchín.

Inmediatamente acompañó a Cacambo a casa del anciano. Cándido representaba
ahora un papel secundario de acompañante de su criado. Entraron en una casa muy
humilde, la puerta era solamente de plata y las paredes estaban revestidas sólo de oro,
si bien con adornos de tanta finura que no desmerecían de los más opulentos. La
antecámara en realidad sólo tenía incrustados rubíes y esmeraldas, pero las figuras
ornamentales que formaban compensaban con creces la extrema sencillez.

El anciano recibió a los dos extranjeros en un sofá acolchado con plumas de
colibrí, y les sirvió licores en vasos de diamantes; tras lo cual satisfizo su curiosidad
de la siguiente manera:

-Tengo ciento setenta y dos años, y mi difunto padre, que había sido escudero del
rey, me habló de las sorprendentes revoluciones del Perú, de las cuales él había sido
testigo. Este reino en el que nos encontramos es la antigua patria de los Incas, de la
que de manera imprudente salieron con la intención de dominar a otra parte del
mundo y que finalmente fueron destruidos por los españoles. Los príncipes de la
familia que permanecieron en el país natal fueron más prudentes, con el beneplácito
de toda la nación, dispusieron que ningún habitante saliera nunca más de nuestro
pequeño reino; por eso hemos podido conservar nuestra inocencia y nuestra felicidad.
Los españoles han tenido una idea errónea de este país al que han llamado Eldorado, y
hasta un inglés, llamado el caballero Raleigh, vino aquí hace unos cien años; pero
como el acceso es a través de rocas escarpadas y de precipicios, hasta ahora hemos
estado al abrigo de la codicia de las naciones de Europa, que tienen un insaciable
deseo por las piedras y el barro de nuestra tierra, y que, con tal de obtenerlos, no
dudarían en acabar con todos nosotros.

La conversación fue larga; discurrió sobre la forma de su gobierno, las costumbres,
las mujeres, los espectáculos públicos y las artes. Al final, Cándido, que siempre se
había sentido atraído por la metafísica, mandó a Cacambo que preguntara si en
aquella tierra profesaban alguna religión.

El anciano enrojeció un poco.

-¡Naturalmente! -dijo-. ¿Cómo pueden dudarlo? ¿Nos creen tan ingratos?

Cacambo preguntó con humildad cuál era la religión de Eldorado. El anciano se
sonrojó de nuevo:

-¿Es que pueden existir dos religiones? -dijo-. Pienso que tenemos la misma
religión de todo el mundo; adoramos a Dios por la noche y por el día.

-¿Adoran a un único Dios? -dijo Cacambo, que seguía siendo el intérprete de las
dudas de Cándido.

-Es evidente -dijo el anciano- que no puede haber dos, ni tres, ni cuatro. Les
confieso que la gente de su mundo preguntan cosas muy extrañas.

Cándido, que no se cansaba de preguntar a aquel buen anciano, quiso saber cómo
se rezaba a Dios en Eldorado.

-Nosotros no rezamos -contestó el bueno y respetable sabio-; no le pedimos nada,

porque nos da todo lo que necesitamos; sólo le damos continuamente las gracias. Cándido sintió curiosidad por conocer a los sacerdotes y mandó preguntar a Cacambo dónde estaban. El buen anciano sonrió.-Amigos míos -dijo-, aquí todos somos sacerdotes; el rey y todos los cabezas de familia entonan solemnemente cánticos en acción de gracias todas las mañanas, acompañados de cinco o seis mil músicos. -¡Cómo! ¿No tienen frailes que enseñen, debatan, gobiernen, que organicen intrigas y manden a la hoguera a los que no piensan como ellos? -Estaríamos locos -dijo el anciano-; aquí todos tenemos la misma opinión y no entendemos qué quieren decir con esa historia de los frailes.
Cándido estaba extasiado ante aquellas palabras y se decía a sí mismo:
"¿Esto sí que es distinto de Westfalia y del castillo del señor barón: si nuestro
amigo Pangloss hubiera conocido Eldorado, no habría podido afirmar que el castillo
de Thunder-ten-tronckh era lo más perfecto de la tierra; cierto es que hay que viajar
para aprender."

Concluida esta larga conversación, el buen anciano mandó preparar una carroza
tirada por seis cameros, y dispuso que doce de sus criados los acompañaran a la corte.

-Espero que me perdonen -les dijo-, ya que mi edad me impide ir con ustedes. El
rey les recibirá de tal manera que quedarán encantados, y espero sabrán perdonar sin
duda aquellas costumbres del país que pudieren disgustarles.

Cándido y Cacambo montaron en la carroza; los seis carneros volaban y en menos
de cuatro horas llegaron al palacio del rey situado en el otro extremo de la capital. El
pórtico tenía una altura de doscientos veinte pies y cien de ancho; no se puede
explicar el material del que estaba hecho. Debía ser de una calidad superior a la de
esas piedras y esa arena a las que nosotros llamamos oro y piedras preciosas.

Cuando Cándido y Cacambo se apearon de la carroza, fueron recibidos por veinte
hermosísimas muchachas de la guardia, que los condujeron a los baños, los vistieron
con trajes de plumas de colibrí; luego los altos oficiales y oficialas de la corona los
llevaron hasta la. cámara de su Majestad entre dos filas de músicos, cada una com-
puesta de mil músicos, como era la costumbre.

Al aproximarse a la sala del trono, Cacambo preguntó a un alto cargo cómo debía
saludar a Su Majestad: si debía arrodillarse o tumbarse en el suelo; si debía colocar las
manos en la cabeza o en el trasero; si debía lamer el polvo de la sala; en resumen, cuál
era el protocolo.

-Tenemos la costumbre -dijo el oficial mayor-, de besar al rey y besarle en las dos
mejillas.

Cándido y Cacambo abrazaron a Su Majestad, que los recibió con toda la
amabilidad que uno pueda imaginar y los invitó cortésmente a cenar.

Mientras tanto les enseñaron la ciudad, los edificios públicos que llegaban hasta el
cielo, los mercados adornados con mil columnas, las fuentes de agua pura, las fuentes
de agua rosa, las de licor de caña de azúcar que manaban sin cesar en grandes plazas
pavimentadas con unas piedras preciosas que exhalaban un olor parecido al del clavo
y al de la canela. Cándido quiso conocer los juzgados; le dijeron que no existían,
porque no había pleitos. Preguntó si había cárceles y le contestaron que no. De todo
cuanto vio lo que más le gustó y causó asombro fue el museo de las ciencias, donde
había una galería de dos mil pasos llena de instrumentos de matemática y física.

Apenas si habían recorrido en toda la tarde ni la milésima parte de la ciudad,
cuando les llevaron de nuevo junto al rey. Cándido se sentó en la mesa entre su
majestad, su criado Cacambo y varias damas. Comieron tan exquisitamente como
nunca habían comido y el rey se mostró tan ingenioso como nunca habían tenido
ocasión de ver. Cacambo le traducía a Cándido las ocurrencias del rey y, a pesar de la
traducción, seguían teniendo su gracia. De todo lo que a Cándido le sorprendió, no fue
esto lo que menos le sorprendió.

Pasaron un mes en aquel sitio tan acogedor. Sin embargo, Cándido no cesaba de
decirle a Cacambo:

-Amigo mío, una vez más insisto en que el castillo en el que nací no vale tanto
como este país, pero, a fin de cuentas, la señorita Cunegunda no vive aquí y vos
debéis tener alguna amada en Europa. Si nos quedamos aquí, seremos como todos;
por el contrario, si volvemos a nuestro mundo, aunque sólo sea con doce carneros
cargados con piedras de Eldorado, seremos más ricos que todos los reyes juntos, y ya
no habría inquisidores a los que temer y podríamos recuperar sin dificultades a la
señorita Cunegunda.

A Cacambo le convencieron estas razones; a la gente le gusta tanto viajar y darse
importancia entre los suyos y presumir de lo que se ha visto en los viajes, que aquellos
dos seres felices decidieron no serlo ya más y fueron a despedirse de Su Majestad.

-Cometen una tontería -les dijo el rey-; ya sé que mi país no es gran cosa; pero,
cuando se está relativamente cómodo en un sitio, se debe quedar uno en él. Yo no
tengo desde luego ningún derecho para retener a los extranjeros; sería un acto de
tiranía que no pertenece a nuestras costumbres ni a nuestras leyes: todos los hombres
son libres; partan cuando gusten, pero la salida es muy difícil. Es imposible remontar
los rápidos por los que milagrosamente llegaron. Las montañas que bordean mi reino
tienen diez mil pies de altura y son verticales como murallas: cada una de ellas mide a
lo ancho más de diez mil leguas y sólo se puede bajar por ellas a través de precipicios.
Pero, como a pesar de todo quieren irse, voy a ordenar a los jefes de máquinas que
construyan una que les pueda transportar con comodidad. Cuando lleguen al otro lado
de las montañas, tendrán que continuar solos, pues mis súbditos han jurado no salir
nunca de su país y son demasiado sensatos como para quebrantar su voto. De todos
modos, pídanme lo que quieran.

-Sólo le pedimos a Vuestra Majestad -dijo Cacambo- unos cuantos carneros
cargados de víveres, de piedras y de barro.

El rey se echó a reír:

-No puedo entender -dijo- por qué los europeos sienten tanta atracción por nuestro
barro amarillo; pero llévense cuanto gusten y que les aproveche.

Inmediatamente ordenó a sus ingenieros que construyeran una máquina que sacara
a aquellos dos extraños hombres fuera del reino. Tres mil físicos muy brillantes la
terminaron en quince días y solamente costó unos veinte millones de libras esterlinas,
moneda del país. Metieron a Cándido y a Cacambo dentro de la máquina; dos grandes
carneros rojos provistos de sillas y bridas para que les sirvieran de cabalgadura una
vez hubieran cruzado las montañas, veinte carneros con alforjas llenas de víveres,
treinta que llevaban regalos exóticos del país y cincuenta cargados de oro, de piedras
preciosas y de diamantes. El rey besó con ternura a los dos vagabundos.

Su partida y la ingeniosa manera en que fueron izados, ellos y sus carneros, hasta
la cima de las montañas fue un espectáculo espléndido. Los físicos se despidieron de
ellos tras haberlos llevado hasta un lugar seguro, y ya Cándido no tenía otro deseo ni
otro objetivo que mostrar sus carneros a la señorita Cunegunda.

-Tenemos dinero de sobra -dijo- para pagar al gobernador de Buenos Aires,
suponiendo que la señorita Cunegunda se pueda comprar. Vayamos hacia Cayena,
después cojamos un barco y ya veremos más tarde qué reino podemos comprar.

Cándido, Voltaire. Capítulo 17: llegada a El dorado

 
CAPÍTULO XVII

Cándido y su criado llegan al país de Eldorado.

Cuando llegaron a la frontera de los orejudos, le dice Cacambo a Cándido:

-Habéis podido comprobar que este hemisferio no es mucho mejor que el otro;

creedme, regresemos a Europa por la ruta más corta.

-¿Cómo vamos a volver allí? -dice Cándido-; y ¿adónde vamos a ir? Si regreso a
mi país, los búlgaros y los ávaros deguellan todo lo que se les pone por delante; si
vuelvo a Portugal, me espera la hoguera; si permanecemos aquí, nos arriesgamos a ser comidos en cualquier momento. Pero, ¿cómo voy a dejar la parte del mundo en la que
habita la señorita Cunegunda?

-Podemos dirigirnos hacia Cayena -dice Cacambo-, allí encontraremos franceses,
que viajan por todo el mundo y podrán ayudamos. Y quizás Dios se apiade de
nosotros.

No era fácil ir a Cayena; conocían aproximadamente el rumbo que debían tomar;
pero por todas partes existían terribles obstáculos: montañas, ríos, precipicios,
bandidos, salvajes. Los caballos murieron agotados; se acabaron las provisiones;
durante un mes se alimentaron solamente de frutas silvestres y por fin llegaron junto a
un arroyo rodeado de cocoteros, que mantuvieron sus vidas y sus esperanzas.

Cacambo, que aconsejaba siempre tan bien como la vieja, le dijo a Cándido:

-Ya no podemos más, hemos andado mucho; hay una canoa vacía en la orilla,
llenémosla de cocos, montemos en ella y dejémonos arrastrar por la corriente; un río
siempre conduce hasta algún lugar habitado. Si no encontramos cosas agradables, al
menos encontraremos cosas nuevas.

-Vámonos -dice Cándido-, que la Providencia nos ampare.

A lo largo de varias leguas viajaron entre riberas, unas con flores, otras áridas; unas
llanas, otras escarpadas. El río iba ensanchándose para perderse finalmente bajo una
bóveda de impresionantes rocas que subían hasta el cielo. Los dos atrevidos viajeros
se dejaron llevar por la corriente bajo aquella bóveda. El río, que se estrechaba en
aquel lugar, los arrastró con una velocidad y un estruendo horrorosos. Al cabo de
veinticuatro horas vieron de nuevo la luz, pero la canoa se había roto contra los
escollos; durante una legua tuvieron que arrastrarse de roca en roca; por fin divisaron
un inmenso horizonte rodeado de montanas inaccesibles. En aquel país tenían cabida
tanto la belleza como la utilidad; en todas partes lo útil era agradable. Los caminos es-
taban cubiertos o, mejor dicho, adornados con carruajes de una forma y de un material
brillante, que transportaban a hombres y mujeres de una rara belleza , tirados a
gran velocidad por unos grandes carneros rojos, que eran mucho más rápidos que los
más hermosos caballos de Andalucía, de Tetuán o de Mequínez.

-Este país -dijo Cándido- es mejor que Westfalia.

Descendieron a tierra en el primer pueblo que encontraron. Algunos niños con
vestidos con brocados de oro hechos jirones jugaban al tejo a la entrada del pueblo;
nuestros dos hombres del otro mundo se divertían mirándolos: los tejos eran unas
grandes piezas redondas, amarillas, rojas, verdes, que despedían unos destellos muy
particulares. Los viajeros tuvieron ganas de coger algunos; era oro, esmeraldas y
rubíes, el menor de los cuales hubiera sido el mayor adorno del trono del Mogol.

-Seguramente -dijo Cacambo-, estos niños son los hijos del rey de este país, 
jugando al tejo.

En ese mismo momento apareció el maestro y les hizo entrar en la escuela.
-Éste debe de ser -dijo Cándido -el preceptor de la familia real.

Los pobrecillos niños pararon al instante de jugar, dejando por el suelo los tejos y
todo aquello con lo que habían jugado. Cándido los recoge, corre en busca del
preceptor y se los devuelve con humildad, comunicándole por señas que sus altezas
reales habían olvidado el oro y las piedras preciosas. El maestro del pueblo, con una
gran sonrisa, los arrojó al suelo, miró un momento el rostro de Cándido con aire de
sorpresa y siguió su marcha.

Los viajeros no dejaron de recoger el oro, los rubíes y las esmeraldas.

-¿Dónde estamos? -exclamó Cándido-. El desprecio por el oro y las piedras
preciosas indican la buena educación de los hijos de los reyes de este país.

Cacambo estaba tan sorprendido como Cándido. Luego se aproximaron a la
primera casa del pueblo; estaba construida como un palacio europeo. Un enorme
gentío se amontonaba en la puerta, y aún había más dentro; se escuchaba una música
muy agradable, y se olía un delicioso olor a cocina. Cacambo se acercó a la puerta, y
oyó que hablaban peruano; era su lengua materna; porque todo el mundo sabe ya que
Cacambo había nacido en Tucumán, en un pueblecito en el que sólo se hablaba
aquella lengua.

-Yo haré de intérprete -le dijo a Cándido-; entremos, es una fonda.

Al instante dos camareros y dos camareras de la fonda, con vestidos dorados y el
pelo adornado con cintas, les invitaron a sentarse en la mesa del dueño. Se sirvieron
cuatro potajes, cada uno de ellos con una guarnición formada por dos loros, un cóndor
cocido que pesaba doscientas libras, dos suculentos monos asados, trescientos
colibríes en una gran fuente y seiscientos pájaros-mosca en otra; guisos de carne
exquisitos, deliciosos postres; presentado todo en fuentes como de cristal de roca. Los
camareros y las camareras servían diferentes licores elaborados con caña de azúcar.

La mayor parte de los convidados eran mercaderes y arrieros, todos de una
amabilidad exquisita; preguntaron a Cacambo algunas cuestiones con prudencia y
discreción, y contestaron a las suyas satisfactoriamente. Cuando terminó la comida,
Cacambo y Cándido pensaron que debían pagar su parte y echaron sobre la mesa del
dueño dos de aquellas piezas de oro que habían recogido del suelo; el dueño y la
dueña empezaron a reír a carcajadas, muriéndose de risa durante largo rato. Al fin
lograron calmarse.

-Señores -les dijo el dueño-, ya vemos que son ustedes extranjeros y no tenemos
costumbre de verlos. Perdonadnos por habernos reído cuando han pretendido pagar
con las piedras de nuestros caminos. Seguro que no poseen moneda del país, pero para
comer aquí no se necesita. El gobierno financia todas las fondas construidas para
facilitar el comercio. Aquí no habrán comido muy bien, porque es un pobre pueblo;
pero dondequiera que vayan serán recibidos como se merecen.

Cacambo le traducía a Cándido todas las explicaciones del dueño, y Cándido las
escuchaba con la misma extrañeza y asombro con que su amigo Cacambo se las
contaba.

-¿Qué país es éste -se decían uno a otro-, desconocido para el resto del mundo y
donde la naturaleza es tan distinta a la nuestra? Debe ser el país donde todo es
perfecto, porque es absolutamente necesario que exista uno así. Y, a pesar de que lo
decía el maestro Pangloss, a menudo yo notaba que las cosas iban mal en Westfalia.

Cándido, Voltaire capítulo 2


CAPÍTULO
I

Cándido y los búlgaros.


Tras ser arrojado del paraíso terrenal, Cándido anduvo mucho tiempo sin saber
adónde ir, llorando y alzando los ojos al cielo, volviéndolos a menudo hacia el más
hermoso de los castillos, que albergaba a la más hermosa de las baronesitas; por fin,
se durmió sin cenar en un surco en medio del campo; nevaba copiosamente. Al día
siguiente, temblando de frío, llegó a rastras hasta la ciudad vecina, que se llamaba
Valdberghofftrarbk-dikdorff, sin dinero, muerto de hambre y de cansancio. Se paró
con tristeza ante la puerta de una taberna. Dos hombres vestidos con uniforme azul
repararon en él:

-Camarada-dijo uno de ellos-, he aquí un joven bien parecido y con la estatura
apropiada.

Se aproximaron a Cándido y le invitaron a cenar muy educadamente.

-Señores -les contestó Cándido con humildad aunque amablemente-, es un honor
para mí, pero no puedo pagar mi parte.

Ah, señor-respondió uno de los de azul-, las personas que tienen su aspecto y sus
virtudes nunca pagan nada: ¿no mide usted cinco pies con cinco pulgadas de altura?

-Sí, señores, ésa es mi estatura -contestó con una inclinación

-Ah, señor, sentaos a la mesa; no solamente le vamos a invitar, sino que no vamos

a consentir que a un hombre como usted le falte dinero; todos los hombres deben
ayudarse entre sí.

-Tenéis razón -dijo Cándido-; eso es lo que siempre afirmaba el señor Pangloss, y
ya veo que todo es perfecto.

Le suplican que acepte unas monedas, las coge y quiere extenderles un recibo a
cambio; ellos no lo aceptan en absoluto y se sientan a comer.

-¿No siente usted afecto por...?

-¡Oh!, sí -contesta-, estoy muy enamorado de la señorita Cunegunda.

-No, no es eso -dice uno de aquellos señores-, queremos decir si no siente un
particular afecto por el rey de los búlgaros.

-En absoluto -dice-, no lo conozco.

-¡Cómo! Es el rey más encantador, y hay que brindar por él.

-¡Eso con mucho gusto, caballeros!

-Y bebe.

-Con esto basta -le dicen a continuación

ahora ahora es usted el apoyo, el protector, el defensor, el héroe de los búlgaros; su
suerte está echada, y su gloria asegurada.

Rápidamente le colocan grilletes en los pies y se lo llevan al regimiento. Allí le
hacen girar a la derecha, a la izquierda, sacar la baqueta, envainarla, apuntar con la
rodilla en tierra, disparar, ir a paso doble, y le dan treinta bastonazos; al día siguiente,
hace la instrucción un poco mejor, y tan sólo recibe veinte palos; al otro día no le dan
más que diez y sus compañeros le consideran un portento.

Cándido, sorprendido, no entendía muy bien por qué era un héroe. Un espléndido
día de primavera le apeteció ir a pasear y fue caminando todo derecho, creyendo que
el uso de las piernas al antojo de cada uno era un privilegio tanto de la especie
humana como de la animal. No habría andado ni dos leguas cuando otros cuatro
héroes de seis pies le alcanzan, lo apresan y lo arrestan. Se le preguntó
reglamentariamente si prefería ser azotado treinta y seis veces por todo el regimiento
o recibir doce balas de plomo en la cabeza. Por más que alegara que las voluntades
son libres, y que no quería ni una cosa ni otra, tuvo que elegir: en nombre de ese don
de Dios llamado "libertad", se decidió por pasar treinta y seis veces por los palos; y
pasó dos veces. Como el regimiento lo componían dos mil hombres, en total sumaban
cuatro mil baquetazos que, desde la nuca hasta el trasero, le dejaron completamente desollado.
Cuando iban a empezar la tercera carrera, Cándido, como no podía ya más, les suplicó
que tuvieran la bondad de romperle la cabeza y accedieron a ello. Le vendaron los
ojos; le hincaron de rodillas. En ese mismo momento acierta a pasar el rey de los
búlgaros, que se informa del delito del doliente y, como aquel rey era muy inteligente,
comprendió, por todo lo que dijeron de Cándido, que era un joven metafísico que
ignoraba las cosas de este mundo, y le otorgó su perdón con una clemencia que será
alabada por todos los periódicos y por todos los siglos. Un buen cirujano curó a
Cándido en tres semanas con los calmantes prescritos por Discórido. Ya le había
crecido un poco de piel, y podía caminar, cuando el rey de los búlgaros emprendió
batalla contra el rey de los ábaros.

jueves, 7 de marzo de 2024

Cándido de Voltaire, capítulo 1

Traducido del alemán por el Sr. Doctor Ralph Con las adiciones que se encontraron en el bolsillo del Doctor, cuando murió en Minden, el año de gracia de 1759. 

 

CAPÍTULO 1 

Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un joven a quien la naturaleza había dotado con las más excelsas virtudes. Su fisonomía descubría su alma. Le llamaban Cándido, tal vez porque en él se daban la rectitud de juicio junto a la espontaneidad de carácter. Los criados de mayor antigüedad de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honrado hidalgo de la comarca, con el que la señorita nunca quiso casarse porque solamente había podido probar setenta y un grados en su árbol genealógico: el resto de su linaje había sido devastado por el tiempo. El señor barón era uno de los más poderosos señores de Westfalia, porque su castillo tenía ventanas y una puerta y hasta el salón tenía un tapiz de adorno. Si era necesario, todos los perros del corral se convertían en una jauría, sus caballerizos, en ojeadores, y el cura del pueblo, en capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor, y le reían las gracias. La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, disfrutaba por ello de un gran aprecio, y, como llevaba a cabo sus labores de anfitriona con tanta dignidad, aún era más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era una muchacha de mejillas sonrosadas, lozana, rellenita, apetitosa. El hijo del barón era el vivo retrato de su padre. El ayo Pangloss era el oráculo de aquella casa, y el pequeño Cándido atendía sus lecciones con toda la inocencia propia de su edad y de su carácter. Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología, demostrando brillantemente que no hay efecto sin causa y que el castillo de monseñor barón era el más majestuoso de todos los castillos, y la señora baronesa, la mejor de todas las baronesas posibles de este mundo, el mejor de todos los mundos posibles. -Es evidente -decía- que las cosas no pueden ser de distinta manera a como son: si todo ha sido creado por un fin, necesariamente es para el mejor fin. Observen que las narices se han hecho para llevar gafas; por eso usamos gafas. Es patente que las piernas se han creado para ser calzadas, y por eso llevamos calzones. Las piedras han sido formadas para ser talladas y para construir con ellas castillos; por eso, como barón más importante de la provincia, monseñor tiene un castillo bellísimo; mientras que, como los cerdos han sido creados para ser comidos, comemos cerdo todo el año. Por consiguiente, todos aquéllos que han defendido que todo está bien han cometido un error: deberían haber dicho que todo es perfecto. Cándido le escuchaba con atención, y se lo creía todo ingenuamente: y así, como encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque nunca había osado decírselo, llegaba a la conclusión de que, después de la fortuna de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, poderla ver todos los días; y el cuarto, ir a clase del maestro Pangloss, el mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de todo el mundo. Un día en que Cunegunda paseaba cerca del castillo por un bosquecillo al que llamaban parque, vio, entre unos arbustos, que el doctor Pangloss estaba impartiendo una lección de física experimental a la doncella de su madre, una morenita muy guapa y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía mucho gusto por las ciencias, observó sin rechistar los repetidos experimentos de los que fue testigo; vio con toda claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y regresó inquieta, pensativa y con el único deseo de ser sabia, ocurriéndosele que a lo mejor podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido, y éste la razón suficiente de ella misma. Cuando volvía al castillo, se encontró con Cándido y se ruborizó, Cándido también se puso colorado, ella le saludó con voz entrecortada y Cándido le contestó sin saber muy bien lo que decía. Al día siguiente, después de la cena, cuando se levantaban de la mesa, Cunegunda y Cándido se toparon detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer el pañuelo al suelo y Cándido lo recogió; al entregárselo, ella le cogió inocentemente la mano; el joven a su vez besó inocentemente la mano de la joven con un ímpetu, una sensibilidad y una gracia tan especial que sus bocas se juntaron, los ojos ardieron, las rodillas temblaron y las manos se extraviaron. El señor barón de Thunder-ten-trockh acertó a pasar cerca del biombo, y, al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el trasero; Cunegunda se desmayó, pero, en cuanto volvió en sí, la señora baronesa la abofeteó; y sólo hubo aflicción en el más bello y más agra- dable de los castillos posibles.